El colonialismo
La Revolución industrial permitió a las naciones europeas un salto de gigante en el arte de la guerra. El antiguo barco a vela fue superado por las naves impulsadas por carbón primero, y por petróleo después. A comienzos del siglo XIX los barcos a vapor eran una curiosidad; apenas medio siglo después se botaba al mar el primer acorazado (1856). El barco de hierro e impulsado por carbón se transformó en símbolo del nuevo imperialismo, hasta el punto que la política europea de imponerse por la vía directa del ultimátum militar pasó a ser motejada como diplomacia de cañonero. Los progresos de la guerra en tierra no fueron menores (ametralladora, pólvora sin humo, fusil de retrocarga). El sistema de reclutamiento del Antiguo Régimen fue sustituido por el servicio militar obligatorio, inspirado por el más puro sentido democrático de que todos los habitantes de la República deben contribuir a su defensa, lo que permitió a las naciones europeas poner en pie de guerra a ejércitos de literalmente millones de hombres, por primera vez.
El sistema internacional impulsaba a la creación de imperios. En los siglos XVI y XVII, a diferencia de la colonización de América, y la presencia en África y el Pacífico (limitada a bases costeras), la intervención europea en el continente asiático se había visto obstaculizada por grandes potencias que les impedían el paso (Imperio otomano, Gran Mogol de la India, Imperio chino o Japonés). En el siglo XVIII, varios de ellos manifestaban una franca declinación, y las potencias europeas más audaces se aprovecharon para obtener ventaja de ello. La penetración paulatina en la India sustituyó a los poderes locales con gobernantes de facto, manteniendo el Raj Mogol una autoridad puramente nominal, hasta su derrocamiento definitivo en 1857.
A estos vacíos geoestratégicos que las potencias coloniales se apresuraban a llenar fuera de Europa, se correspondía en el continente la gestión de un delicado equilibrio de poderes, que después del Congreso de Viena procuraba evitar la posibilidad de reconstruir la hegemonía de ninguna potencia con capacidad de abatir a todas sus rivales. Los nuevos territorios de ultramar significaban el acceso a nuevas fuentes de materias primas demandadas por el proceso industrializador.
Beneficiados por los resultados de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), que expulsó a Francia de la India y Canadá, los británicos pudieron reponerse de la pérdida de los Estados Unidos y mantener la delantera en la carrera por un imperio mundial. A finales del siglo XIX, el Imperio Británico se extendía por aproximadamente una cuarta parte de todas las tierras emergidas, incluyendo numerosas zonas de África, la India, Australia, y una fuerte influencia en China. Francia le había seguido de cerca; tras la colonización de Argelia (1830) comenzó la de Indochina. Los Países Bajos asentaron su dominio sobre Indonesia. España perdió su imperio americano, conservando solo Cuba y Filipinas (perdidas ante los Estados Unidos en 1898), y solo consiguió acceder a una pequeña porción del reparto de África (Guinea Ecuatorial, el Sahara español y el Marruecos español). Italia y Alemania, unificadas tardíamente, no alcanzaron a generar grandes imperios coloniales, debiendo conformarse con el dominio de algunas islas en la Polinesia y algunos territorios africanos (Libia y Somalia los italianos; Camerún y Tanganika los alemanes).
África era un continente casi inexplorado, y la labor de colonización fue precedida por acuciosas empresas de exploración; a finales del siglo XIX solo subsistían Liberia, Orange, Transvaal y Abisinia como naciones independientes, cada una por razones diversas. El gran beneficiado del reparto africano fue Leopoldo de Bélgica, que basándose en una reputación filantrópica (que en la práctica suponía las más atroces técnicas de explotación) consiguió hacerse con un imperio de grandes dimensiones en el Congo que legó al pueblo belga. Francia e Inglaterra compitieron por un imperio continuo (de costa a costa) por el que chocaron en el incidente de Fachoda (Sudán, 1898), correspondiendo a los ingleses la posibilidad de construirlo tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial.
En la India hubo un masivo levantamiento popular contra la presencia británica (1857 rebelión de los cipayos), que llevó a la disolución de la Compañía de las Indias Orientales y a su anexión directa a la Corona como Raj o Imperio de la India. Los intentos de penetración en Afganistán, en medio del gran juego contra los rusos por el dominio de lo que se definió como área pivote de Eurasia no fueron efectivos. En China la Guerra del Opio significó la sumisión colonial efectiva del Celeste Imperio, debilitado internamente (en buena medida, por el propio consumo del opio cuyo intento de prohibición causó la guerra, en nombre del libre comercio). En 1853 una escuadra estadounidense comandada por el comodoro Matthew Perry llegó hasta la bahía de Yedo y arrancó al Shogunato Tokugawa un tratado por el cual los japoneses se vieron forzados a abrirse al comercio internacional. En su caso, en vez de condenarles al colonialismo, significó un revulsivo nacionalista que condujo a la Era Meiji y la modernización.
Hacia finales del siglo XIX, el mundo entero era regido desde Europa o Estados Unidos. En 1885, el Tratado de Berlín repartía el mundo entre las potencias europeas sin que los repartidos tuvieran voz ni voto.
El racismo era una postura intelectual ampliamente defendida. Se llegó a afirmar que la conquista del mundo habitado era la "sagrada misión del hombre blanco",49 de llevar la civilización a los salvajes. Para el europeo del siglo XIX era natural pensar que las demás razas, eran por naturaleza inferiores. Irónicamente, el darwinismo vino a proporcionar nuevos argumentos para esta postura, ya que algunos consideraron muy seriamente que el hombre blanco era la cumbre de la evolución humana. El epítome de esta ideología fue la creencia en la superioridad intrínseca de la "raza nórdica", que terminará teniendo crudas consecuencias en el siglo siguiente.