Capitalismo industrial y financiero
Capitalismo industrial y financiero. Segunda revolución industrial
La política de librecambismo reemplazó, al menos en parte, al proteccionismo de la época mercantilista, aunque los intercambios del comercio internacional estaban sobre todo presididos por el llamado pacto colonial que reservaba las colonias como mercado cautivo de sus respectivas metrópolis. Aun así, las barreras para el comercio y la inversión a escala planetaria eran sustancialmente menores que en cualquier época anterior. Los empresarios exitosos ya no estaban limitados por el mercado nacional a la hora de invertir y buscar ganancias.
La industrialización y el desarrollo de nuevas técnicas entró en el último tercio del siglo XIX en una segunda fase de la revolución industrial que abrió nuevos mercados para recursos que hasta entonces carecían de toda utilidad, como el petróleo y el caucho. En determinados casos, la extraordinaria demanda generó verdaderas fiebres (fiebre del salitre en el norte de Chile, tras la Guerra del Pacífico, fiebre del caucho en la Amazonia brasileña y peruana). El mundo entero se convirtió así en un enorme y vasto mercado global, creándose así por primera vez una red de comercio internacional de escala literalmente mundial, no solo por su alcance geográfico, sino también por la interconexión entre los distintos productos que se comerciaban a lo largo y ancho del planeta, sirviendo unos como materias primas a otros y alargando las cadenas de producción, haciéndolas más intrincadas e interdependientes.
Las figuras jurídicas de las empresas se sofisticaron, permitiéndose la disolución de la responsabilidad individual del empresario en responsabilidad limitada a su aportación de capital (en el Reino Unido desde 1855, en Francia desde 1863), permitiendo la acumulación de numerosos capitales privados en sociedades anónimas que se constituyeron en grandes corporaciones industriales, mercantiles, ferroviarias, navieras, financieras, etc. que superaban la capacidad de cualquier fortuna familiar, incluso la fabulosa acumulada por la más rica (los Rotschild). La concentración de empresas adquirió formas sofisticadas (cártel, trust, holding) que alejaba cada vez más la propiedad de la gestión (confiada a ejecutivos responsables ante los miembros de los consejos de administración) y de la producción directa.
Las potencias industriales de Europa Occidental empezaron a experimentar la competencia de un espacio de industrialización más tardía, pero mucho más acelerada: Alemania (unificada económicamente desde el Zollverein de 1834 y políticamente desde 1870). Un comportamiento similar tuvieron Japón (desde la revolución Meiji, 1866) y los Estados Unidos (desde la victoria del norte en la guerra de Secesión, 1865). Europa meridional y oriental tuvieron una industrialización más lenta y localizada en focos aislados (Lombardía en Italia, País Vasco y Cataluña en España, Bohemia en el Imperio Austro-húngaro y varios núcleos en la inmensa Rusia).
La ideología individualista y los límites al poder político configuraron a los Estados Unidos, en continua expansión territorial y demográfica, como el lugar más idóneo para el desarrollo del capitalismo industrial y financiero, a pesar de su mayor recelo a la constitución de las figuras jurídicas desarrolladas en Europa. A pesar de ello, las grandes fortunas surgidas en la industria petrolífera y el acero (David Rockefeller y Andrew Carnegie) lograron constituir verdaderos monopolios. Otros poderosos grupos empresariales surgieron en el sector terciario: el imperio periodístico de William Randolph Hearst o los primeros estudios de Hollywood. La necesidad de innovación científico tecnológica demandaba la superación de los inventos como una inspiración o genialidad individualista: Thomas Alva Edison fue pionero en la idea de reunir a un grupo de científicos, ingenieros y trabajadores especializados en un verdadero taller de invenciones en el que importaba el proyecto de investigación común, no la figura del inventor. El temor a que los monopolios destruyeran el ideal de libre empresa (empresarios privados de iniciativa individual en el marco de un mecado libre) era ampliamente compartido. La idea de concentración de poder económico era tan amenazadora como la de concentración de poder político, y el monopolio se asociaba a la tiranía. Se dictaron leyes antimonopolios, e incluso Rockefeller fue llevado a juicio. Su firma, la Standard Oil Company (Esso), fue condenada a disgregarse en 1911. Sin embargo, estas acciones no impidieron que en el paso de los siglos XIX al XX se concentrara el capital en manos de un selecto club de multimillonarios, y que se crearan las modernas transnacionales.
La mano de obra de los sectores punteros ya no podía ser el indiferenciado proletariado desprovisto de cualificación profesional de los sectores maduros (que siguieron siendo mayoritarios hasta mucho más adelante). Henry Ford tenía que pagar a los obreros de su cadena de montaje unos salarios muy superiores a los del resto de la industria; argumentaba que era la mejor manera de convertirlos en clientes que pudieran comprar un automóvil, el bien de consumo típico de la segunda revolución industrial (el prototipo de Benz apareció en 1886 y el Ford T comenzó a producirse en 1908 -hasta 1927, más de 15 millones de unidades-).
La aplicación de la electricidad a todos los aspectos de la vida cotidiana, desde el teléfono a la iluminación, cambió incluso la forma y tamaño de las ciudades. Dos nuevas formas de desplazamiento: el ascensor en vertical y el tranvía eléctrico en horizontal (ambas debidas en parte a Frank Julian Sprague, 1887 y 1892), permitieron a las viviendas alejarse de los lugares de trabajo, a los edificios elevarse en alturas insospechadas (los negocios y las viviendas de los ricos ya no se limitaban al primer piso y los áticos, antes reservados a los pobres, pasaron a ser los más cotizados) y a los barrios diversificarse socialmente. Chicago fue la primera ciudad en experimentar el nuevo modelo, gracias a su reconstrucción tras el incendio de 1871. El Metro de Londres se electrificó desde 1890, y a partir de entonces se extendió ese modelo de movilidad urbana por las mayores ciudades del mundo. La forma del suministro del fluido eléctrico desató una guerra de las corrientes entre Westinghouse (Nikola Tesla) y General Electric (Edison), uno de cuyos episodios más morbosos fue el patrocinio de la silla eléctrica (1890) por Edison para demostrar los peligros de la corriente alterna generada por su competidor.