El tratado de Versalles

El Tratado de Versalles (1919) y los demás negociados en la Conferencia de Paz de París tras el armisticio, no lo fueron en pie de igualdad, sino desde la evidente derrota de los imperios centrales (Segundo Reich Alemán, Imperio austrohúngaro e Imperio otomano), que de hecho habían desaparecido como tales entidades políticas. La reducción al mínimo territorial de las nuevas repúblicas de Austria y Turquía imposibilitaba que hicieran frente a la exigencia de responsabilidades (incluyendo fuertes indemnizaciones) que caracterizaba la postura de los vencedores (especialmente la de Francia), con lo que la atribución de la culpa y por tanto de las indemnnizaciones recayó principalmente en Alemania, que había sobrevivido como estado, a pesar de la pérdida de las colonias, el recorte territorial (pérdidas de Alsacia y Lorena y Polonia, incluyendo el corredor de Danzig, que dejaba aislada Prusia oriental) y el estricto desarme que se la exigía. La imposición fue percibida como un diktat (dictado), y sus durísimas condiciones contribuyeron al caos económico y político de la recientemente creada República de Weimar. Se pretendía haber hecho la guerra que acabaría con las guerras, creando un nuevo orden internacional basado en el principio de nacionalidad (identificación de nación y estado), cuestión que debería resolverse con plebiscitos allí donde esa identidad fuera cuestionable (lo que ocurría en la práctica totalidad de Europa, aunque solo se aplicó en pequeño número de casos fronterizos). Se pretendía que las nuevas naciones, al carecer de ambiciones territoriales, renuncian a la guerra como método de resolución de conflictos.65 La paz se garantizaría por el principio de seguridad colectiva, administrado por un organismo internacional: la Sociedad de Naciones, cuya sede se fijó en Ginebra. La exclusión de Alemania y la Unión Soviética, más el rechazo del Congreso de los Estados Unidos a su inclusión, limitó de forma grave su eficacia. Incluso entre sus propios miembros, la nula capacidad de hacer cumplir sus decisiones a los estados que no lo hicieran voluntariamente (casos del Japón en Manchuria o de Italia en Abisinia) demostró su práctica inoperancia en cuestiones graves, aunque en otros campos sí desarrolló funciones más o menos importantes (Organización Internacional del Trabajo y otras agencias). La diplomacia bilateral y multilateral continuó siendo el principal ámbito de las relaciones internacionales, aunque ciertamente se vio influenciada, sobre todo inicialmente, por el nuevo clima de confianza. La proscripción de la diplomacia secreta no tuvo en realidad cumplimento. El Tratado de Rapallo (1922), los Tratados de Locarno (1925) y el Pacto Briand-Kellogg (1928) marcaron distintas conformaciones de alianzas o declaraciones de buenas intenciones que no consiguieron disipar la desconfianza entre las potencias, incrementada dramáticamente a partir de la crisis de 1929 que proyectó las tensiones internas de cada país al terreno internacional. Su manifestación más grave fue el expansionismo y rearme alemán (Anschluss -anexión de Austria, 1934-, crisis de Renania -1936-, crisis de los Sudetes -1938-). El fracaso de la política de apaciguamiento (acuerdos de Múnich, 1938), más temerosa del peligro comunista que del fascista (Eje Roma-Berlín, octubre de 1936) se repitió en el fracaso de la política de no intervención con que se pretendía paliar los efectos de la Guerra Civil Española (1936-1939). Los definitivos virajes hacia la guerra se hicieron inevitables cuando, a los pocos meses de terminar aquella, Hitler y Stalin sellaron el Pacto Germano-Soviético (23 de agosto de 1939)