Crisis de 1929

Crisis de 1929 Una multitud se aglomera ante la Bolsa de Nueva York el jueves negro, 23 de octubre de 1929. Como una reacción a los cambios económicos y políticos en torno a la Primera Guerra Mundial, se sentaron las bases del estado del bienestar. Durante el siglo XIX, el liberalismo económico había concebido al Estado como un mero garante del orden público, sin legitimidad para intervenir en la actividad económica de la nación (estado mínimo). Sin embargo, de manera progresiva, el Estado había tenido que intervenir en la regulación de las condiciones de trabajo, a través de las leyes sociales, creando el moderno Derecho del Trabajo, como una manera de responder a los apremiantes problemas derivados del industrialismo y desactivar la bomba de tiempo que representaban las aspiraciones del movimiento obrero. Sin embargo, fue después de la Primera Guerra Mundial cuando se produjo el cambio teórico fundamental. El economista John Maynard Keynes observó que la oferta económica es reflejo de la demanda (no al revés, como planteaba clásicamente la ley de Say), y por ende, la manera de levantar una economía deprimida (fase baja del ciclo económico cuya misma existencia era discutida por los teóricos del libre mercado) era subsidiando la demanda a través de una fuerte intervención estatal. Consciente de las consecuencias negativas de las cláusulas económicas del Tratado de Versalles, había predicho que los pagos a que se obligaba a Alemania, junto con el endeudamiento (tanto de esta como de las potencias vencedoras) con Estados Unidos, provocaría un desorden financiero internacional con consecuencias funestas. No obstante, los años veinte fueron los felices veinte, propicios a la especulación, la compra a crédito y el consumismo, al menos en Estados Unidos (un pollo en cada cazuela y dos coches en cada garaje, era el slogan electoral de Herbert Hoover), que solo parecía deslucirse por la ley seca y el gansterismo. La crisis de posguerra, fruto de la desmovilización, no tuvo consecuencias muy graves en las economías, a excepción de la alemana, sometida a una terrible hiperinflación. Los consejos de Keynes fueron desoidos, y no se acogieron por parte de los gobiernos hasta después de que la Gran Depresión posterior al crack de 1929 (momento en que estalló la burbuja de especulación financiera) literalmente arrasó el mercado de valores, y tras él el sistema productivo y el mercado laboral generando un pavoroso paro masivo. El recurso generalizado al proteccionismo deprimió aún más el comercio internacional y acentuó la depresión económica. En la década de 1930, regímenes políticos muy diferentes entre sí emprendieron, como salida a la Gran Depresión, políticas keynesianas, es decir, intervencionistas, de estímulo de la demanda a través de las obras públicas, subsidios sociales y aumento extraordinario del gasto público, con abundante recurso a la deuda pública. La llegada a la presidencia estadounidense del demócrata Franklin Delano Roosevelt emprendió esas medidas con la denominación de New Deal (Nuevo acuerdo o Nuevo reparto de cartas). La economía dirigida del corporativismo fascista podía considerarse hasta cierto punto similar, y concretamente el rearme alemán proporcionaba una solución tanto al ejército de parados como a la industria pesada. La Unión Soviética de Stalin ya era una economía planificada desde el Estado, y su sistema económico no capitalista, aislado del circuito financiero, la hacía inmune a los efectos del Crack de 1929.